"No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo".
Oscar Wilde

martes, 22 de abril de 2014

Donde ríen los poderosos

Donde ríen los poderosos



Apretó los dientes contra la tensa mordaza de cuero negro que le oprimía la boca, deseando arrancar de un fuerte mordisco. La rabia encendía sus venas al mismo tiempo que la venganza que el odio se reflejaba en su piel de la forma más grisácea y dolorosa.
Oscuros y temibles se mostraban las afueras de la débil senda bajo sus magullados pies de esclavo.
«Callar».
Con fuerza, el látigo golpeó su espalda desnuda, obligándole a continuar su tortuoso trayecto. Abandonando su yo más preciado, se sumergió en las infames corrientes de muchedumbre.
Alquitrán.
Sus tobillos pronto quedaron empapados por la viscosa sustancia, haciéndole cada vez más difícil caminar.
—¡Un último esfuerzo, perros!—gritó el amo, azotando a los más retrasados, de nuevo, con su látigo, empuñado a mentiras.
De pronto, una de las fuertes manos de uno de los Dirigentes agarró su cabello, arrancándole un mudo grito de dolor a causa de su tensa mordaza. Sin más dilación, las manos ejecutoras colocaron sobre sus ignorantes ojos un espeso trapo negro, impidiendo ahora también su visión.
Un fuerte empujón.
Cayó de rodillas contra la pesada masa que lo absorbía con su oscura sustancia, manchándose parte de la camiseta.
Los gritos de dolor resonaban en su oído como ajenas sinfonías que ya apenas conseguía reconocer. Difusas, lejanas, sombrías.
—No existe el sufrimiento.
Sujetándole fuerte el mentón, pudo escuchar cómo unas crueles risas lo rodeaban, al igual que en una pesadilla. Sus oídos quedaron obstruidos por unos fuertes tapones, mutilándole las orejas. La sangre bañaba su cara de una forma tan lenta y suave que ni si quiera pudo percibirlo.
«Ignorar».
Aislado de su propio conocimiento, gateó como un animal por la agotadora masa de alquitrán en la que estaba hundido su cuerpo.
Cada vez más perdido y desorientado, intentó pedir ayuda.
Pero sus labios habían olvidado el noble sabor de las quejas, y sus ojos el de la verdad.
De un fuerte pisotón, la gruesa bota de uno de los Dirigentes impactó contra su espalda, sumergiendo su cuerpo en la oscura y espesa masa. Sepultado entre la nada y el olvido, su cuerpo herido había olvidado cómo defenderse, dejando entrar la venenosa sustancia a través de los pulmones. Quebrando el último resquicio de libertad que inundaba su propia vida.
«Someter».

Luis Antón.

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