Trastornos de vanidad
Elizabeth se
contempló en el espejo.
Su oscuro cabello caía en forma de suaves olas por los perfiles de su
rostro, hasta acabar rompiendo contra la curvatura de sus hombros como la
corriente contra las rocas de una playa. Su pálida piel de finas facciones se
mostraba luminosa y lozana a modo de lienzo sobre el que lucir aquel par de
zafiros que cubrían su misteriosa mirada observando su propio reflejo contra el
cristal, haciendo que la profundidad de su mirada fuese similar a la del más
oscuro de los océanos, donde las aguas no son cristalinas pero dejan intuir los
secretos que puedan estar escondiéndose bajo ellas. El rojo de sus labios carnosos
se mostraba especialmente resplandeciente, arrancando pequeños brillos llenos
de vida y juventud. Síndrome del deseo y ensueño nocturno.
Una sugerente sonrisa de satisfacción cruzó entonces su semblante.
Cuando la hermosura y la nubilidad eran evidentes, todo parecía
rezumar con más elegancia, con mayor atracción. Era fuego, era afán, era
anhelo, era envidia y despertaba celos.
Orgullosa de sí misma, la bella mujer elevó sus brazos hacia la
cabeza, haciendo resbalar algunos de sus ondulados mechones hacia su espalda,
perdiéndose tras aquel escultural cuerpo desnudo, bañado en luz y sensual en
sus curvas. Metió sus dedos entre el pelo, sintiéndolo suave como la seda y tan
ligero como el satén.
Separó el cabello un poco más de su rostro, descubriendo el delicado
contorno de sus pómulos, mientras alzaba un poco más el mentón frente al
espejo, retando a aquel vidrioso pedazo de burdos reflejos a desplegar sobre su
fría superficie toda la belleza que exhalaba su aspecto, teñido en pasión y
ambición.
Pero, como en una pesadilla, las garras del tiempo se hicieron
manifiestas en la superficie del espejo.
Del borde superior del espejo comenzó a resbalarse con gran lentitud un
oscuro y espeso líquido. Tal y como se proyectaba en el espejo, el techo de la
habitación comenzó a presentar grietas allí donde tocaba aquella extraña
sustancia, mostrando un aspecto ruinoso, polvoriento, incoloro.
Abriendo los ojos como platos, se giró sobre sí misma, dirigiendo sus
hipnotizantes ojos al techo, comprobando cómo aquellas grietas realmente
estaban presentes sobre su cabeza.
No le dio tiempo a volverse de nuevo hacia el espejo para ver cómo
aquella mar oscura empezaba a cubrir su sedoso cabello, convirtiéndolo en una
masa áspera e incolora. Su asustada mirada quedó paralizada en el cristal
viendo cómo el suave oleaje que enmarcaba su rostro comenzaba a alisarse y a
volverse mate, surcado por canas que descendían a lo largo de su pelo, como la
contaminación lo haría sobre las aguas de un río de fuertes corrientes.
Se apartó con brusquedad y miedo, llevándose las manos a las raíces de
su cabello, notándolo ahora frágil y mustio, sin fuerza, sin elegancia.
Gritó de rabia.
El líquido cayó sobre su frente, tiñéndola de arrugas y dando a su
palidez un aspecto demasiado fino y enfermo, amoratado, haciendo surgir
alrededor de sus refulgentes ojos bolsas y pliegues, añadiéndole años de forma
acelerada.
Se tapó los ojos con sus delgados dedos.
Pero el Tiempo también cayó sobre ellos, convirtiéndolos en huesudos y
flácidos, al igual que sus brazos antes bellos y definidos.
La belleza, histérica y espantada ante la fea y auténtica realidad,
agarró el espejo por los bordes, haciéndolo estallar contra el suelo en cientos
de pedazos, cubriendo toda la estancia de pequeños cristales que no hacían sino
seguir reflejando su desagradable y demacrado rostro.
Todas aquellas piezas de realidad la observaban con su inquebrantable
reflejo, devolviéndole una imagen cada vez más grotesca y repugnante de sí
misma, borrándose completamente todos aquellos perfiles y curvas que tan
deseable la hicieron hacía sólo unos instantes.
Entre agónicos gritos de herido narcisismo, la joven fue consumiéndose
entre las llamas de la vejez, de la misma forma en la que una flor acabaría
destruida en su totalidad por el poder de una fuerte helada.
Como si de una escultura de barro se tratase, la silueta de la joven
fue diluyéndose contra el suelo mientras su demacrado rostro iba aumentado su
edad y flacidez, hasta perder en su totalidad el parecido que una vez guardó
con la exultante muchacha que había retado a aquel vengativo espejo a reflejar
su insuperable belleza.
Desde las pequeñas piezas rotas del espejo, el tiempo, efímero y
dañino, acabó cubriendo con su oscuro manto la deforme figura de aquella vieja,
sumiéndola en la nada. En el olvido.
Luis Antón.
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