Huracán
Una mirada.
La lentitud
y el titubeo podían percibirse en sus pasos. Dos fuerzas que se atraían pero
que, al mismo tiempo, quizá resultasen demasiado devastadoras hasta para ellos
mismos. Era un rugido de sus entrañas o quizá los gritos de su propio
raciocinio. No obstante, aquel vacile de pasos e intenciones no cesó.
El fuego de
su aliento le acariciaba el cuello, abrasando el hielo que parecía cubrir su
piel.
Entonces,
ocurrió.
Como una
súbita ola que rompe contra las rocas, el roce de su piel erizó todo su cuerpo,
haciéndole perder la noción de la consciencia y el tiempo. Arrastrando sus
emociones contra las afiladas cuerdas de la decencia y el acto, del bien y el
mal, del dolor que destruye y el amor que repara.
Aguantaron
ambos la respiración.
Presa de un
antiguo reflejo, se contemplaron con temida pasión en sus retinas, sintiéndose
perdidos y al mismo tiempo encontrados en su universo particular; íntimo como
una caricia, incomprensible como un beso a destiempo.
Fruncidos
sus labios pero latentes sus palabras, aún recordaban aquella trágica escena en el
marco de la puerta. Uno pidiéndolo silencio, el otro exigiéndole que se fuera.
Pero ambos rotos en alma, destrozados por dentro, e inmutables por fuera.
Al pasar, su
cabello casi pareció acariciarle la mejilla.
Sin roce ni
fuego, ahora el frío comenzó a recubrir de nuevo su piel, sumiéndole al níveo
invierno en su pálpito más sincero. El recuerdo que nevaba sobre su mente hacía
aflorar la aflicción más profunda que aún guardaba su corazón.
Sólo un cruce.
Un simple roce.
Cerrando los
ojos con medida resignación y tenues tintes de viejo dolor, continuaron
caminando por la gélida calle que había vuelto a reunirlos después de tanto
tiempo.
Cada vez más
lejos, cada vez más fríos, cada vez más etéreos.
Luis Antón.
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