"No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo".
Oscar Wilde

domingo, 26 de enero de 2014

Huracán

Huracán
Una mirada.
La lentitud y el titubeo podían percibirse en sus pasos. Dos fuerzas que se atraían pero que, al mismo tiempo, quizá resultasen demasiado devastadoras hasta para ellos mismos. Era un rugido de sus entrañas o quizá los gritos de su propio raciocinio. No obstante, aquel vacile de pasos e intenciones no cesó.
El fuego de su aliento le acariciaba el cuello, abrasando el hielo que parecía cubrir su piel.
Entonces, ocurrió.
Como una súbita ola que rompe contra las rocas, el roce de su piel erizó todo su cuerpo, haciéndole perder la noción de la consciencia y el tiempo. Arrastrando sus emociones contra las afiladas cuerdas de la decencia y el acto, del bien y el mal, del dolor que destruye y el amor que repara.
Aguantaron ambos la respiración.
Presa de un antiguo reflejo, se contemplaron con temida pasión en sus retinas, sintiéndose perdidos y al mismo tiempo encontrados en su universo particular; íntimo como una caricia, incomprensible como un beso a destiempo.
Fruncidos sus labios pero latentes sus palabras, aún recordaban aquella trágica escena en el marco de la puerta. Uno pidiéndolo silencio, el otro exigiéndole que se fuera. Pero ambos rotos en alma, destrozados por dentro, e inmutables por fuera.
Al pasar, su cabello casi pareció acariciarle la mejilla.
Sin roce ni fuego, ahora el frío comenzó a recubrir de nuevo su piel, sumiéndole al níveo invierno en su pálpito más sincero. El recuerdo que nevaba sobre su mente hacía aflorar la aflicción más profunda que aún guardaba su corazón.
Sólo un cruce. Un simple roce.
Cerrando los ojos con medida resignación y tenues tintes de viejo dolor, continuaron caminando por la gélida calle que había vuelto a reunirlos después de tanto tiempo.
Cada vez más lejos, cada vez más fríos, cada vez más etéreos.

Luis Antón.

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