"No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo".
Oscar Wilde

martes, 24 de diciembre de 2013

Imaginación


Imaginación

Siguieron caminando por las oscuras sendas de la conducta.
Bajo aquella espesa neblina caminaba un hombre de aspecto lúgubre y cansado, hundiendo sus pesadas botas en la tierra, seguía sin ser realmente consciente el mismo camino que había tomado siempre. Viendo sin ver y escuchando sin escuchar, a veces levantaba la vista, dejando ver sus ojos bajo el amparo de su gran sombrero negro, observando la nada en su lejanía más inhóspita. Inexpresión y tristeza hecha facciones en un mismo semblante. Destinado a caer por el precipicio más escarpado, continúo la vereda de su verdad frente a él, ignorando todas aquellas vías y salidas que existían a su alrededor, sintiéndose únicamente atraído por su derrotero ya sabido y conocido.
Sin intuirse por la opaca bruma, a escasos metros caminaba una muchacha.
Tenía la cara iluminada por una bonita sonrisa de apariencia infantil y, al mismo tiempo, esbozos adultos. A pesar de su indecisión al caminar,  avanzaba por su senda satisfecha, observando los débiles bordes de su trayecto. Su colorido sombrero amarillo lucía como el sol sobre su cabello oscuro, dándole un aspecto despreocupado y juguetón. Simulando un eterno baile de locura y diversión, la chica prosiguió su camino hacia la nada y el todo, lo común y lo sabido, ignorando al igual que el hombre los pequeños desvíos de huellas que había estado encontrándose desde hacía tantos años.
Delante de ellos, siguiendo una ruta cercana, se encontraba un anciano.
Ciego por sí mismo y sordo por costumbre, paseaba por su marcada ruta de forma ausente y automática. A veces rápido y otras con lentitud, los impacientes pasos del hombre parecían tener vida propia. En contraste con su edad, su moderno sombrero rojo parecía devolverle los años que el tiempo le había robado. Vivir la vida al momento y vivirla hasta las últimas consecuencias sin plantearse otros caminos.
Pisó sin darse cuenta una de las desdibujadas huellas que, como los dos anteriores, siempre se había dedicado a ignorar, borrándola un poco más tras de sí.
Siendo invisible o quizá desconocido, un pequeño niño los observaba desde lejos entristecido, con un lápiz en la mano.
Con su sombrero verde, recordando al nacer de las hojas y las ideas, comenzó a dar brincos hacia ellos, intentando llamar su atención con toda clase de frases y cánticos. Pero la sordera les impedía escuchar los susurros de la seducción más creativa. Sin rendirse ni cansarse, el divertido niño jugaba a cruzarse por sus direcciones, dejando clavadas sus huellas a lo largo de sus inmensos caminos. Sin embargo, la ceguera de la cotidianidad y lo conocido ya había tomado posesión de ellos antes de darse cuenta.
Siendo incapaz de ver las nuevas alternativas que cruzaban sus senderos y encerrados en sus propias visiones ya aprendidas con el tiempo. Las tres personas siguieron caminando hacia el escarpado precipicio de la mediocridad, tan fría, dura y grisácea que acabaría borrando el color y sentido de sus locos sombreros para pensar.

 Luis Antón.

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